domingo, 26 de agosto de 2012

El veneno de la épica kirchnerista. (*)

Un baúl lleno de palabras seductoras encubre el veneno que contiene la publicitada épica kirchnerista. La alienación, en gran parte, se consigue mediante bellos vocablos, como nacional, popular, inclusión, equidad, derechos humanos, modelo, justicia social, proyecto y otras por el estilo. Equivalen a las que usan y usaron los autoritarismos de diverso tinte. Basta echar un vistazo a la historia y la geografía. No hay dictador que no se autocondecore como el "elegido" de su pueblo. Hasta la dinastía comunista familiar que hubiese puesto los pelos de punta a Karl Marx -el "progresista gobierno de izquierda" que hambrea a Corea del Norte- designa al abuelo, padre y nieto "Amado Líder".

Acá ya tenemos el "Eternauta" y la "Bella Dama". No hay mucho que esperar para que también se los llame "Amados", pero antes tendrían que sacarse de encima a un verdadero Amado, que es Boudou.

Cuando Néstor Kirchner accedió a la presidencia de la República con el menor número de votos que registre la historia nacional (incluso menos que Arturo Illia), no se esmeró en ocultar los frascos de veneno que traía bajo el poncho. Las pócimas que había derramado en Santa Cruz no le impidieron apropiarse de la presidencia con toda la fuerza de su cuerpo. Al contrario, esa ponzoña lo llevó a la consagración. Estaba tan contento que empuñó el bastón de mando al revés (¿el cielo mandó una alerta?) y pronto se arrojó sobre la multitud que lo aclamaba hasta herirse la frente con una cámara de TV. De inmediato se puso a replicar en el ámbito nacional la química que le permitió apropiarse de toda una provincia.

Desde La Plata había vuelto a Río Gallegos al comenzar la última dictadura militar (¿o un poco antes, cuando el gobierno de Isabelita?). Importaba poco en esa emergencia. Al llegar al Sur olvidó su militancia y se puso a ejecutar a los pobres diablos que estrangulaba la circular 1050. El comienzo de su fortuna equivale en su biografía a un bíblico pecado original. Después conquistó la intendencia, se rodeó de colaboradores a los que exigía lealtad antes que eficacia, aumentó su fortuna y se dedicó a conquistar la provincia. Instalado en la Casa de Gobierno, puso en marcha una política autoritaria desprovista de piedad. Reformó la Constitución para ser reelegido hasta que él mismo dijese basta. Persiguió a los medios de comunicación con dientes de lobo para conseguir la supresión de toda crítica. Amedrentó al Poder Judicial. Pisoteó a la oposición. E impuso la identidad entre Estado y gobierno o -más claro aún- entre Estado, gobierno y él mismo. La fórmula del omnipotente Luis XIV. Su última proeza fue mandar al exterior e inscribir a su nombre la impresionante fortuna de varios cientos de millones de dólares que pertenecían a la provincia. Hasta ahora no se ha efectuado una transparente rendición de cuentas. No se sabe por dónde circularon los dólares, cuánto perdieron o ganaron los depósitos. Es un trayecto tan misterioso como el tenebroso viaje al que fue sometido el cadáver de Evita.

Cuando Duhalde convocó a elecciones presidenciales, Kirchner era el gobernador con más dinero para hacer la campaña. Un sector democrático del país, representado entonces por López Murphy y Elisa Carrió, no logró unirse en una sola fórmula y Kirchner accedió a un angosto segundo lugar. Carlos Menem no se atrevió a otra vuelta y Kirchner quedó elegido. Pero lleno de resentimiento, porque asumía con un anémico porcentaje de sufragios.

No demoró mucho en soltar su temperamento destructor (de todo menos de su fortuna). Fue desagradecido con Eduardo Duhalde, que le obsequió los votos e influencias que le permitieron llegar al segundo sitio en la carrera presidencial. Además, Duhalde ya había superado lo peor de la crisis desatada en 2001, acompañado por Lavagna, su eficiente ministro de Economía. Le entregaba un país en marcha, que ascendía hacia una buena cicatrización de sus heridas. También llegaba un fabuloso viento de cola.

Pero el veneno de la épica kirchnerista no presta atención a esas minucias. Néstor carecía de políticas de Estado, no le interesaba el beneficio de su país, sino el propio. Desde Santa Cruz evidenció que su meta, siempre, era saciar su adictiva hambre de poder y de las fortunas que el poder brinda. En lugar de sentirse un servidor del pueblo, el pueblo debía servir a sus ambiciones. "El Estado soy yo", le recordaba un sincero Luis XIV.

Sólo cabe mencionar algunos de los daños que produce su veneno, ahora convertido en epopeya.

Conviene empezar por la ingratitud. Es un instrumento poderoso, porque aterroriza en especial a los cercanos. No sólo apartó a Duhalde, sino que humilló enseguida a su vicepresidente Scioli porque se reunía con empresarios. Scioli lo hacía para poner paños fríos y ayudar, pero no había solicitado permiso. Entonces, sin anestesia lo despojó de toda otra función que no fuera tocar la campanilla del Senado. Néstor odiaba que algún ministro, secretario, gobernador o intendente se sintiera seguro, porque le rebanaba un pedazo de su poder total. No le tembló la mano al echar a Béliz o desprenderse de Lavagna o sacar de su puesto a cualquiera que se le ocurriese. Después Cristina siguió sus enseñanzas (las peores, se debe consignar) repartiendo guadañazos a diestra y siniestra según sus cortoplacistas amores y perspectivas.

Kirchner convirtió el "escrache" en un nuevo recurso político de doma. Desde el atril señaló a empresarios, empresas, periodistas, sacerdotes, militares, políticos y otros ciudadanos a los que buscaba someter. La gilada -como el mismo Perón solía llamar con humorismo a sus seguidores más fanáticos- se ocupaba después de convertir la amenaza en un acto concreto.

Otro componente notable del veneno kirchnerista es la prédica del odio. El maduro consejo de Perón en el sentido de que "para un argentino nada es mejor que otro argentino" fue convertido en lo opuesto. Gracias a la épica kirchnerista ya no se pueden reunir familias enteras ni grandes grupos de amigos porque estalla la confrontación. Ahora hay elegidos y réprobos, progresistas y reaccionarios, izquierda y derecha que ni pueden dialogar. El oficialismo decide quiénes son unos y otros. Quienes disienten -cualquiera que fuesen sus méritos- deben cargar el sambenito inquisitorial de calificativos degradantes.

La corrupción se ha vuelto septicémica. El modelo consiste en profundizarla. Nada importante se hace para disminuirla. Desde lo alto se dibuja el camino. Si la yunta presidencial ha conseguido amasar una fortuna que no se podría fundir en varias generaciones, quienes se acercan a ella esperan lograr lo mismo. o un poco, aunque sea. Las fuerzas (¿paramilitares?) de Milagro Sala provocaron analogías con las Juventudes Hitlerianas. Estas últimas, sin embargo, por asesinas y despreciables que hayan sido, luchaban por un ideal absurdo pero ideal al fin, como la raza superior y otras locuras. Los actuales paramilitares kirchneristas, y La Cámpora, y El Evita, y Tupac Amaru, y otras fórmulas igualmente confusas, en cambio, han estructurado una corporación que milita para ganar un sueldo o sentirse poderosos o meter la mano en los bienes de la nación. Muchos de los blogueros que se ocuparán de insultar este artículo lo harán por la rabia que les produce un desenmascaramiento y el temor de perder sus mal habidos ingresos.

Asombra que tan poca gente (primero El y Ella, ahora sólo Ella) haya conseguido armar una tan poderosa legión de autómatas. Es patético ver cómo gente grande aplaude y sonríe ante el mínimo gesto que se manda la Presidenta mientras actúa por cadena nacional. Sometió a millones de argentinos, de los cuales una pequeña porción obtiene beneficios caudalosos y la mayoría debe conformarse con los subsidios de la mendicidad. En realidad, la épica kirchnerista no quiere terminar con la pobreza porque necesita de los votos que se retribuyen por subsidios y otros favores.

La reforma de la Constitución es otro frasquito del veneno -no el último- traído desde Santa Cruz y que los traidores de la democracia pretenden hacer beber a la ciudadanía. Pero ¡ojo!: hay algo peor que la reelección indefinida. Es terminar con el actual y débil Estado de Derecho. "Ir por todo" requiere una Constitución que permita a los actuales dueños del poder hacerse del cuerpo y el alma del país. Hacerse dueños de "todo". Ese es el veneno. Ese es el proyecto.


(*) Por Marcos Aguinis.



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